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Lección de medianoche

El sol de la tarde se filtraba por las cortinas del salón, tiñendo la estancia de un tono dorado. Lucía estaba frente al espejo del pasillo, revisando por tercera vez su maquillaje, mientras Clara la observaba desde el sofá con una taza de té caliente en las manos.

Lucía llevaba un vestido negro ceñido que realzaba su figura y unos tacones que hacían sonar sus pasos sobre el parquet. Su cabello rubio caía en ondas sueltas, y su perfume dulce se mezclaba con el aroma del té. Clara, en cambio, estaba descalza, con ropa cómoda y el cabello castaño recogido en una trenza lateral, proyectando esa calma segura que siempre contrastaba con la energía de Lucía.

-- ¿Entonces a dónde van? -- preguntó Clara, girando la taza lentamente entre las manos.

-- Al centro, a un bar nuevo que abrieron… dicen que tienen música en vivo y un ambiente increíble --respondió Lucía, sonriendo mientras se aplicaba un poco más de brillo labial.

Clara asintió despacio, pero su mirada era la de alguien que mide las palabras.
-- Me alegro que te diviertas, de verdad. Pero recuerda la regla: a medianoche aquí. No a las doce y media, no a la una… a medianoche.

Lucía giró sobre sus tacones y le sonrió como si la condición fuera un detalle menor.
--Lo sé, lo sé… a medianoche.

-- No es solo por capricho, Lucía -- añadió Clara, con un tono más serio -- . Si sales, avísame si algo se retrasa. No me dejes preocupada.

Lucía hizo un gesto despreocupado con la mano.
-- Claro, si pasa algo, te escribo o te llamo. Prometido.

Clara dejó la taza en la mesa baja, inclinándose hacia adelante.
-- Y una cosa más… recuerda que si rompes el trato, sabes perfectamente lo que pasará.

La sonrisa de Lucía se ladeó apenas, un destello de picardía en sus ojos.
-- Sí, sí… “habrá consecuencias”. Ya me lo sé de memoria.

Clara se recostó de nuevo, sin dejar de mirarla.
-- Bien. Ve y diviértete. Pero recuerda: medianoche.

Lucía tomó su bolso, le lanzó un beso al aire y se encaminó a la puerta, con el taconeo resonando por el pasillo.
-- ¡Te lo prometo, jefa! -- dijo, antes de salir y cerrar la puerta tras de sí.

El reloj de pared marcaba las 11:45 p.m. cuando Clara miró por última vez su teléfono.
Falta poco, y Lucía suele ser puntual… pensó, recostándose en el sofá con un libro en las manos.

A las 12:05, el libro ya estaba cerrado. Clara revisó la pantalla: sin mensajes, sin llamadas perdidas. Una pequeña arruga se formó en su frente.
Quizá está en camino…

A las 12:20, se levantó para mirar por la ventana, observando la calle tranquila y el reflejo de las farolas. Nada.
Podría estar buscando taxi… pero podría al menos avisar.

A las 12:45, la taza de té que había preparado estaba fría. Clara revisó por tercera vez el chat de Lucía: la última conexión, hacía más de una hora.

A la 1:15, la preocupación empezó a mezclarse con irritación.
--Muy bien, Lucía… —murmuró en voz baja, dejando el teléfono sobre la mesa con un golpe seco--. Ya hablaremos de esto.

Cuando el reloj marcó las 2:00 a.m., Clara había pasado de caminar por el salón a sentarse en el sofá, brazos cruzados, con la mirada fija en la puerta. A un lado, sobre el cojín, descansaba el cinturón que había tomado del dormitorio. No era un gesto impulsivo: lo había dejado ahí de forma deliberada, como parte de un mensaje silencioso que Lucía entendería al entrar.

Las luces estaban bajas, solo la lámpara de pie encendía un halo cálido sobre la sala. El resto del apartamento estaba en penumbra, y el silencio hacía que cada tic-tac del reloj sonara más fuerte.

A las 3:07, finalmente, la llave giró en la cerradura.

La puerta se cerró con un clic suave, y Lucía se deslizó al interior quitándose los tacones en silencio. Su vestido negro todavía desprendía el aroma de la noche: perfume dulce, humo de cigarro ajeno, y un leve toque a alcohol.

Cuando giró hacia el salón, se congeló.
Clara estaba sentada en el sofá, exactamente como en sus peores sospechas. Piernas cruzadas, espalda recta, y esa mirada fija que parecía atravesarla de lado a lado. A su lado, enrollado con cuidado, descansaba el cinturón de cuero oscuro.

-- Hola… -- susurró Lucía, intentando una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

Clara no respondió de inmediato. Dejó que el silencio se extendiera unos segundos, tan pesados que Lucía tuvo que bajar la vista.
-- Son las tres de la mañana, Lucía -- dijo por fin, con voz serena pero firme --. Dijiste medianoche.

--Ya sé, ya sé… -- empezó Lucía, apretando el bolso contra su costado --. El tiempo se me pasó, estaba con unas amigas, y mi celular se quedó sin batería.

Clara ladeó la cabeza.
-- ¿Y ninguna de tus amigas tenía un teléfono para que me llamaras?

Lucía se mordió el labio, buscando una excusa que sonara creíble, pero solo encontró un silencio incómodo.
- No… bueno, sí, pero estábamos lejos y…

-- Lucía -- la interrumpió Clara --. No me interesa escuchar excusas a esta hora. Te di una regla clara y la rompiste. Y lo que es peor, me dejaste dos horas sin saber si estabas bien.

Lucía dio un paso atrás, como si el sofá y el cinturón se hubieran acercado por sí mismos.
-- No hacía falta que te preocuparas tanto…

Clara se inclinó hacia adelante, apoyando los antebrazos en las rodillas.
-- Lo que vamos a hacer ahora no es negociable. Cierra la puerta, deja el bolso, y ven aquí.

El corazón de Lucía empezó a latirle más rápido. Sabía que ese tono no admitía discusión, y que cada segundo de retraso solo podía empeorar las cosas.

Lucía dejó el bolso sobre la mesa con un gesto lento, casi esperando que Clara cambiara de opinión.
Pero Clara ya se había puesto de pie. Caminó hacia ella con pasos firmes, y antes de que Lucía pudiera dar un paso atrás, le tomó la muñeca con suavidad pero con autoridad.

-- Ven aquí -- dijo en un tono bajo, sin necesidad de alzar la voz.

Lucía tragó saliva.
-- Clara… no podemos hablarlo primero…?

-- No, ya hablamos antes, cuando te di la advertencia -- respondió, guiándola hacia el sofá --. Esta es la consecuencia.

Cuando llegaron al lado del sofá, Clara se sentó y, con un ligero tirón, colocó a Lucía frente a ella. La luz cálida de la lámpara iluminaba la escena, resaltando el contraste entre la calma de Clara y la inquietud de Lucía.

-- Última oportunidad para decirme la verdad… ¿Hubo algo más que deba saber? -- preguntó Clara, mirándola a los ojos.

Lucía negó rápidamente.
-- No, solo… perdí la noción del tiempo.

Clara asintió una sola vez, sin apartar la mirada.
-- Está bien. Entonces vamos a hacerlo como corresponde.

Sin esperar más, tomó a Lucía por la cintura y la guió hacia su regazo. El vestido negro se deslizó un poco hacia arriba con el movimiento, dejando al descubierto la piel suave de sus muslos. Lucía apoyó las manos en la alfombra, sintiendo la firmeza de las piernas de Clara bajo su abdomen.

Clara posó la mano sobre la parte baja de su espalda, manteniéndola en posición.

Lucía cerró los ojos un instante, sintiendo el calor de la mano de Clara antes del primer golpe. El silencio se llenó solo con el tic-tac del reloj.

Y entonces, la primera palmada resonó, firme y seca, haciendo que Lucía diera un respingo.

Clara tomó una profunda bocanada de aire y apoyó firmemente la palma de su mano sobre las nalgas de Lucía. El contacto fue contundente, resonando seco en la habitación y despertando una oleada de calor que se extendió instantáneamente por toda la piel sensible.

Cada nalgada caía con un ritmo constante, aproximadamente cada medio segundo, alternando de una nalga a la otra con precisión calculada. Clara observaba atentamente las reacciones de Lucía: cómo sus músculos se tensaban, cómo sus pies comenzaban a patalear suavemente sobre la alfombra, intentando aliviar el ardor que crecía con cada golpe.

Lucía apretaba los dientes y trataba de mantener la compostura, pero era imposible ocultar cómo sus mejillas se sonrojaban, y cómo una mezcla de vergüenza y arrepentimiento se dibujaba en su rostro. A cada nalgada, el calor aumentaba, haciendo que su piel se pusiera más sensible, vibrante al contacto de la mano de Clara.

-- Esto es por llegar sin avisar, y hacer que pasara horas preocupada sin saber dónde estabas -- dijo Clara con voz calmada, pero llena de autoridad, sin interrumpir el ritmo.

A pesar del dolor, Lucía comenzó a mover los pies en pequeños pataleos, un impulso involuntario para liberar la tensión acumulada. Su respiración se volvió un poco más rápida, sus ojos se humedecieron y, aunque intentaba mantenerse firme, no pudo evitar soltar un suspiro contenido entre los golpes.

Después de una serie de nalgadas, Clara pausó por un momento y retiró la mano, dejando que la piel ya sensible respirara unos segundos. Lucía aprovechó para estirarse ligeramente, sintiendo cómo el calor persistía y el ardor comenzaba a convertirse en una sensación vibrante, casi punzante.

Clara tomó entonces el cinturón de cuero que descansaba cuidadosamente junto a ella. Lo desenrolló con calma, dejando que el sonido suave del cuero al rozar la superficie hiciera eco en la habitación silenciosa. Clara quedó unos segundos observando las nalgas de Lucía, ahora teñidas de un rojo intenso que destacaba bajo la luz cálida del salón. Quiso detenerse, suavizar la mano y darle un respiro, pero sabía que el mensaje debía quedar claro esta noche.

-- Muy bien -- dijo Clara con voz firme --. Ahora levántate y pon las manos sobre el sofá.

Lucía obedeció, sintiendo una mezcla de nervios y resignación. Se puse de pie y apoyó las palmas de las manos contra el respaldo del sofá, sintiendo la textura suave bajo sus dedos, y dejó que su cuerpo se inclinara hacia adelante, exponiendo la piel aún tibia y sensible.

El momento de la siguiente fase del castigo había comenzado.

Clara tomó el cinturón de cuero entre sus manos con calma, desenrollándolo lentamente para que el leve sonido del cuero rozando la superficie se sintiera en la habitación silenciosa.

Lucía, con las manos firmemente apoyadas sobre el respaldo del sofá, sentía el ardor persistente en la piel, un recordatorio vivo de las nalgadas anteriores. Su respiración era un poco más entrecortada, y un leve temblor recorría sus piernas mientras esperaba lo que venía.

Con delicadeza pero con autoridad, Clara deslizó sus manos por el vestido negro de Lucía, levantándolo lentamente hasta dejar al descubierto la piel suave de sus nalgas. Luego, con cuidado, bajó la ropa interior, dejando expuesta la zona que estaba a punto de ser castigada. Lucía sintió eso y pudo sentir que el rubor de sus mejillas crecía más, sus nalgas ahora estaban totalmente expuestas.

Clara levantó el cinturón y, con precisión medida, descargó el primer golpe. El sonido seco y contundente retumbó en el salón, haciendo que Lucía sintiera un punzante calor inmediato. El impacto la hizo tensar todo el cuerpo, y un pequeño gemido se escapó de sus labios.

Las siguientes nalgadas llegaron con un ritmo constante, un golpe cada medio segundo aproximadamente, alternando de una nalga a la otra con cuidado. Clara observaba atentamente cada reacción: cómo Lucía apretaba los dientes, cómo sus dedos se clavaban en la tela del sofá, cómo sus pies comenzaban a patalear suavemente contra la alfombra en un intento de liberar la tensión.

No era un castigo rápido ni impulsivo; cada golpe tenía intención y control, buscando que el mensaje calara hondo sin llegar a causar un dolor insoportable. La piel de Lucía se tornaba cada vez más roja, sensible y vibrante, y Clara lo sabía.

A mitad de camino, Clara bajó la mano y quedó unos segundos mirando las marcas que empezaban a definirse, ese rojo vivo que destacaba con claridad. Quiso detenerse, suavizar el castigo, pero la voz firme en su interior le recordó que debía ser clara y contundente esta noche.

-- No quiero hacerte daño, Lucía -- murmuró con ternura, pero sin ceder --. Pero si no entiendes esto, nada cambiará.

Con un último respiro, levantó de nuevo el cinturón y continuó hasta completar las treinta nalgadas que había decidido dar. Mientras Clara retomaba el castigo con el cinturón, Lucía mantenía las manos firmes apoyadas sobre el sofá, pero a ratos no podía evitar mover ligeramente el cuerpo, buscando alivio en la postura rígida.

Sus dedos se aferraban a la tela, y en algunos momentos, sin poder controlarlo, llevaba una mano a las nalgas para mitigar el ardor creciente. La respiración se hacía más entrecortada y una pequeña lágrima se deslizó lentamente por su mejilla, mezclándose con el calor del momento.

Cuando terminó, dejó caer el cinturón sobre la mesa y la atmósfera en la habitación cambió suavemente. Lucía cerró los ojos, dejando que el calor del contacto calmara el ardor en sus nalgas. Clara la ayudó a incorporarse y la abrazó con ternura, envolviéndola en un refugio de calma y amor.

-- Prometo que no volverá a pasar -- susurró Lucía, con la voz aún temblorosa, apoyando la cabeza en el pecho de Clara.

-- Lo sé -- respondió Clara con una sonrisa --. Ahora, vamos a dejar que esta noche termine bien.

Lucía fue hacia su habitación, moviéndose con cuidado. Se despojó del vestido negro y de la ropa interior con delicadeza, y se puso un pijama suave y cómodo, sintiendo cómo la suavidad de la tela la reconfortaba tras la intensidad de la noche.

Clara la esperaba en la sala con dos tazas humeantes de chocolate caliente. Se sentaron juntas en el sofá, acurrucadas bajo una manta cálida, dejando que el aroma dulce y el calor del chocolate derritieran cualquier resto de tensión.

Se miraron en silencio, comunicándose con gestos y sonrisas, disfrutando de la simpleza de estar juntas. Poco a poco, el cansancio hizo que sus ojos se cerraran, y sin prisa, se acomodaron para dormir, la calma y el cariño cubriéndolas como un suave abrigo

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