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¿Un cambio de chip? Un cambio de nalgas....

Era una linda tarde cuando me llegó un mensaje que a toda spankee le gustaba recibir:

—Estás castigada.

Sí, admítelo, amabas ese mensaje, ¿no? Enseguida agregó que no podía jugar videojuegos y que debía irme a la cama a las 23:30 hasta la semana siguiente; además, la idea era que aprovechara para descansar porque estaba resfriada y para estudiar la cantidad de cosas que tenía por entregar en las próximas semanas: trabajos, presentaciones, exámenes, etc. Como si una no tuviera nada mejor que hacer con su vida, ¿no? ¿¡Cuándo dormía la siesta?!

Nada, me calmé, pensé en matemáticas, reflexioné, puse mi corazón sobre la mesa y escribí:

—Está bien, no diré nada porque sé que me lo merezco —dije, orgullosa de mí misma.

—¿Qué quieres decir? ¿Las otras veces no te lo merecías? —espetó Rebe como un balde de agua fría. Una queriendo mostrarse arrepentida y buena, y esas señoras te salían con esto… Insólito.

Pero se preguntarán qué había hecho para estar castigada… bueno, les cuento.

La historia comenzaba unos días antes, cuando recibí la nota de Filosofía: un 5 sobre 12. Esa calificación significaba que ya no tenía posibilidad de aprobar la asignatura en el examen final de noviembre; en otras palabras, me había cerrado la puerta yo misma. A eso se sumaba que había descuidado por completo Fundamentos II del profesorado de Matemáticas. Mi razonamiento, en su momento, había sido bastante ingenuo: como era Matemáticas, pensé que podría repasarlo rápido, casi a último momento.

Sin embargo, el tiempo pasó volando. Llegó el viernes de noche y me encontré frente a los apuntes sin entender nada, absolutamente perdida. Fue entonces cuando me di cuenta de que no había hecho nada en serio durante la semana. Y claro, al día siguiente, sábado, tenía el examen. Entré al aula sin preparación alguna, me senté frente a la hoja y me quedé en blanco; no pude responder ninguna de las preguntas. El resultado fue inevitable: saqué un 1 sobre 12.

Así que sí, supongo que me merecía un castigo. Al día siguiente fui, contenta, con Rebe: le envié la foto de mi 10 en Historia y… no me salvó de nada. No había escapatoria; ella lo sabía, yo lo sabía y Kevin lo sabía. Si leyeron la historia anterior conocerían a Kevin y recordarían que el siguiente castigo sería aplicado por él bajo las órdenes de Rebe… claaaaaro, lo que toda spankee quería.

Ahí estaba yo, hablando con ella y pensando en el día perfecto para el castigo. Una bomba empezó a crecer en mi estómago, una bomba que con cada PIP me recordaba que venía algo malo, algo muy malo. Las horas pasaron más rápido de lo que me hubiese gustado y llegó el momento que para una spankee era raro: quería que llegara, pero al mismo tiempo me daba terror.

Kevin y yo llegamos a nuestra antigua casa y recordamos que no teníamos casi muebles: no había cama, no había sillas, solo un pequeño banco y una mesa; suficiente para ellos, ¿para mí? un tormento.

Empezamos con lo primero del castigo: el regaño. Las preguntas de “¿por qué estamos aquí?”, “¿Qué hiciste mal?”, “¿Qué harás de ahora en adelante?” llenaban la sala que, sin muebles, transmitía un eco terrible que amplificaba cada palabra. El silencio entre pregunta y respuesta era peor que cualquier golpe, como si el aire mismo se volviera pesado. Y yo ahí, pensando: “si digo que no fue tan grave, ¿será peor?”. Spoiler: claro que sería peor.

Luego de casi 20 terribles minutos de puro regaño llegó el peor momento: el castigo. En menos de 1 minuto me encontré en el regazo de Kevin con mi pantalón abajo y la ropa interior estirada hacia arriba para dejar las nalgas al descubierto. Sí… no podían hacerlo más humillante, ¿se veía?

—Empecemos con la mano —dictó Rebe, y Kevin obedeció al instante.

Las nalgadas con la mano cayeron rítmicas, constantes, dejando claro que ese no sería un castigo muy fácil. Al inicio podía llevarlo bien, incluso creí que podía resistir. “Esto no es tan terrible, ¿verdad? Puedo con esto… ¿verdad? …ay, no, ya duele…”.

Mis nalgas ya estaban tomando un tono rosado cuando Rebe sentenció con el siguiente instrumento: la cuchara de madera. Uff, cómo dolía la maldita. El sonido seco contra la piel llenaba la sala, y cada pausa breve entre azote y azote me hacía encogerme de miedo. “¿Por qué existe la cuchara de madera? ¿No sirve para cocinar, acaso?”. No tardó mucho en que Kevin tuviera que empezar a luchar por mantenerme en mi lugar, pero ¿qué podía hacer? La estaba pasando súper mal en ese momento.

Luego de que mis nalgas empezaran a mostrar marcas en la piel apareció el siguiente instrumento: la paleta que el mismo Kevin había hecho con una tabla de madera. Él estaba súper feliz de que Rebe usara esa paleta en cada castigo, yo no tanto; la maldita dolía lo suyo. Los segundos entre golpe y golpe eran eternos, y no pasó mucho hasta que me gané el apodo de “pequeño jabalí”, puesto que me movía demasiado. “Pequeño jabalí… pues sí, pero un jabalí en extinción si siguen pegando con esa cosa”.

¿Lo gracioso? El dolor era terrible, ahí aprendí que era muy poco tolerante al dolor pero, y aquí estaba el gran pero, a pesar de que cada golpe era terrible, en el momento en el que paraban, el dolor desaparecía al segundo. Por eso mi cara al terminar con cada instrumento era como meh. Aunque quiero creer que sí tenía cara de que lo anterior me dolió, parece que no, porque la frase “creo que estamos siendo muy blandos” de Kevin llegaba a los oídos de Rebe. “¿Blandos? ¡Blandos dice! ¿Qué quiere, que me quede sin sentarme hasta Navidad?”.

Luego de que mis nalgas quedaran con dos grandes manchas rojas ocurrió lo que no quería que pasara: llegó la hora del temible cinturón, la primera vez usando ese instrumento. Y la verdad, no quería pasar por esa primera vez. Me puse en posición, inclinada en la mesa, y comenzó el castigo.

Los 10 primeros azotes cayeron y, como una bomba, dejaron mis nalgas en llamas. El cuero retumbaba como un eco que me atravesaba el cuerpo entero y me dejaba sin escapatoria. “Ah, bueno, no duele tanto… ¡ay, no, retiro lo dicho, retiro lo dicho!”.

Luego vino un silencio helado, apenas lo suficiente para que recuperara el aliento. El ardor, sin embargo, no se fue: seguía vibrando en cada fibra.

Y entonces, sin darme tiempo a prepararme, otros 10 azotes más comenzaron a descender, cada uno clavándose sobre el dolor previo y multiplicando la sensación hasta volverla insoportable. Me mordí los labios, pero las lágrimas comenzaron a correr sin que pudiera detenerlas. “Ya está, me muero acá, que alguien escriba en mi lápida: ‘murió por culpa del cinturón’”.

Pensé que ahí terminaría, pero no. Escuché a Rebe ordenarle a Kevin continuar con 10 más. Esa tercera tanda me arrancó gritos, sollozos y lágrimas, hasta que, para ese punto, Rebe comprendió que ya había aprendido la lección y finalmente detuvo el castigo.

Treinta azotes con el cinturón me dejaron llorando sobre la mesa, con Kevin abrazándome fuerte y Rebe suavizando su voz para remarcarme cómo debía portarme… pero diciéndolo bonito.

Los minutos pasaron y los mimos ayudaron mucho.

—Bueno, ahora ponte crema para que no te salgan morados —dijo Rebe en la llamada. De alguna forma presintió el movimiento de “ups” que hice con mis ojos (era llamada, no podía verlo), porque al segundo continuó: —¿Por qué no llevaste crema? Serías la spankee más tonta si no lo hicieras, jajaja.

Rió y yo terminé admitiendo que sí era la spankee más tonta, porque sí, había olvidado llevar crema a un castigo en el que la iba a necesitar. Jajaja. Igual, para esa misma noche no tenía ni una marca y no quedó ni un morado. Claro que eso (que no quedara absolutamente nada) fue una alarma para Rebe, pero prefirió esperar a ver qué pasaba. No pasó mucho tiempo para que volviera a hacer las cosas mal; de hecho, el castigo fue un lunes y el martes ya estábamos planeando otro, así que en unos días habría nueva historia, jajaja.

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