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Repitiendo errores...

Después del intenso castigo del lunes, pensaba que podría descansar… pero no. El martes tuve que ayudar a mi sobrina con su evento de primavera y, claro, me puse a hacer un sombrero de manualidades. Todo muy inocente, ¿verdad? Solo quería que quedara lindo. “Sí, inocente… hasta que alguien se da cuenta de que no estoy estudiando”, pensé mientras recortaba papel y pegaba brillantina.

El problema fue que, creyendo que no había hecho nada malo, le envié la foto del sombrero a Rebe. Sí… a Rebe. Y su respuesta no fue un lindo “¡Uy, te quedó hermoso!” que esperaba. Lo tomó como una falta de sentido común, de obediencia, y una prueba de que no estaba cumpliendo con lo que me había dicho: estudiar para mi examen del miércoles. “Ups… creo que me voy a arrepentir de esto”, me dije, pero ya era demasiado tarde.

Cuando llegó el miércoles, pasó lo inevitable: suspendí el examen. Y eso a Rebe solo le hizo darse cuenta de que el castigo del lunes había sido demasiado blando.

—¿Cuándo puedes ir a lo de Kevin? —escribió Rebe en los mensajes de WhatsApp.

Ese mensaje, sumado al que me envió el martes, me hizo sentir que iba directo al infierno: “Si no sacas buena nota, la zurra de correazos que te va a caer… de 100 para arriba, no te libra ni Dios”. Ahí me di cuenta de que no volvería a sentarme… o al menos no cómodamente.

El “funeral”, digo, el castigo, fue arreglado para el viernes y sabía que esta vez iba a ser mucho peor, básicamente porque Rebe me lo había remarcado muchas veces.

Llegó el viernes y me encontraba sentada, mirando la cara de mi spanker por videollamada, como si no pudiera ser peor. El regaño cara a cara fue terrible; cada palabra dolía casi tanto como un golpe. “Bueno… por lo menos no puedo correr”, pensé.

Pero lo peor vino un minuto después, cuando tuve que poner mi culo desnudo frente a la cámara. Rebe, con su humor característico, remató con un gracioso:

—He visto muchos culos, no te preocupes.

Claro, eso me tranquilizó… un poco.

Empezamos con las manos sobre mis nalgas desnudas. Al principio, parecía un simple contacto… pero pronto entendí que no lo era. Cada golpe caía firme, marcado, y por lo que me pareció, duró una eternidad. Quizá fueron diez minutos, quizá veinte… no lo sabía, pero mi mente sentía que el tiempo se había detenido.

Rebe, al ser videollamada, podía ver cada golpe que Kevin daba con detalle quirúrgico. “Perfecto… cada mancha, cada movimiento… todo a la vista”, pensé mientras intentaba mantenerme firme. Cada tanto, ella intervenía:

—Más abajo.
—Ahora un poco más arriba.

Kevin obedecía al instante, ajustando la posición de sus manos según las indicaciones. Yo sufría, retorciéndome un poco, mordiendo mis labios, intentando no llorar demasiado. “Ay, esto duele… pero si me quejo demasiado, la próxima orden va a ser peor”, pensé, mientras el calor se expandía por mis nalgas y mis piernas empezaban a temblar. Aunque pensaba eso, la realidad era que me retorcía demasiado.

Cada golpe parecía tener un eco propio en la habitación. Mis pensamientos saltaban entre intentar aguantar, calcular cuántos más faltarían aunque sabía que aún íbamos por la mano y todavía faltaba el resto… y claro, el cinturón. “Algún día… algún día me voy a reír de esto… pero hoy no es ese día”.

El ritmo no cedía. Cada contacto de la mano era firme, seguro, medido. Y mientras mi piel se enrojecía más, yo sentía cómo mi mente jugaba con el tiempo: cada segundo era eterno, cada golpe se multiplicaba en mi memoria, y sin embargo, no podía moverme demasiado. “Esto es un suplicio…”

Luego de la larga tanda con las manos, Kevin pasó a la cuchara. Y ahí sí… el dolor me hizo saltar de golpe. No esperaba que fuera tan intenso; cada impacto retumbaba en todo mi cuerpo. Instintivamente, levanté las piernas para intentar cubrir mis nalgas y, en un impulso desesperado, mandé a volar el móvil con una patada. Por un segundo me sentí poderosa… hasta que recordé que eso no detenía el castigo.

Mientras Kevin continuaba con la cuchara, yo me retorcía, intentando zafarme y buscar cualquier alivio. Mis brazos empujaban, mis piernas se movían, y a momentos me salía de la posición, cayendo un poco hacia adelante o hacia un lado. El dolor era tan intenso que no podía contener las lágrimas. “Ay, esto duele… demasiado… por qué siempre me meto en estos líos”, pensaba entre sollozos.

Entre un golpe y otro, entre lágrimas y forcejeos, repetía como un mantra:

—Me portaré bien, en serio… me portaré bien —diciendo eso mientras frotaba mis nalgas, tratando de calmar un poco la quemazón.

Pero ellos no cedían. La voz de Rebe y el tono firme de Kevin se entrelazaban casi al unísono:

—Si te dejamos ir tan fácilmente, no quedará el mensaje —decían, y no había forma de escaparse.

“Sí, sí, lo entendí… pero duele, duele de verdad… ay, por favor, que esto termine pronto”, pensaba mientras trataba de contener los sollozos y retomar la posición. Cada golpe que caía sobre la cuchara parecía multiplicarse, y sin embargo, había un extraño momento de orgullo interno: “Bueno, estoy aguantando… aunque a mi manera”.

El castigo continuaba, implacable, y yo seguía atrapada entre el dolor brutal, la vergüenza y la ridícula sensación de que, de algún modo, me encantaba todo esto. “Qué tonta… y sin embargo, no puedo dejar de pensar en la próxima tanda…”

Llegó el momento del rincón.

—Bien, al rincón. Kevin, si se mueve mucho, dale con la paleta —dijo Rebe, y fue lo único necesario para que me quedara quieta, aunque no sin intentarlo. “Ok, ok, no me muevo… por ahora…”, pensaba mientras mis piernas temblaban y mis manos se apoyaban contra la pared, tratando de mantener el equilibrio y la compostura.

No sabía cuánto tiempo pasó allí, pero tras varios minutos me devolvieron al regazo de Kevin. Esta vez, la víctima era la temible paleta. Ay… cómo dolía la maldita. Cada golpe sobre mis nalgas desnudas hacía que saltara en su regazo, retorciéndome y tratando de escapar. “Esto va a dejar marca… yo, él… todos vamos a recordar esto mañana”, pensé mientras lloraba y pataleaba intentando zafarme.

Me salía de la posición varias veces, prometiendo entre sollozos:

—Me portaré bien, en serio… lo prometo.

Pero, como siempre, no terminábamos el castigo de una sola vez. Me dejaban calmarme unos segundos, respiraba un poco y luego continuábamos. Era un ciclo constante de dolor y respiro que parecía eterno. Cada salto, cada intento de escapar, cada retorcimiento dejaba sus señales: marcas en mis nalgas, dolor en mis músculos, y en Kevin… bueno, seguro él también sentía cada movimiento.

A pesar de todo, el número de golpes con la paleta no fue excesivo. En un momento, Rebe le indicó a Kevin:

—Deja la paleta y sigue con la mano.

Aliviada… aunque solo un poco, suspiré mientras Kevin retomaba la mano, más controlada y firme, pero menos intensa que la paleta. “Uf… por fin un respiro… aunque sé que esto aún no ha terminado”, pensé mientras mis nalgas ardían y mis piernas temblaban.

Luego de un ratito, Rebe anunció que continuábamos… con el cinturón.

Me puse en posición, respirando hondo, intentando prepararme para lo que venía. El plan eran 100 azotes. Comenzamos con los primeros 10, luego descansábamos un poco… pero cada tanda era un verdadero infierno.

Me retorcía instintivamente, y eso hacía que algunos golpes cayeran justo en las zonas donde más dolía. “Ay… maldita sea, por qué me muevo justo ahora… no puedo evitarlo”, pensaba mientras Kevin ajustaba la posición de su brazo para seguir el ritmo. Cada impacto hacía vibrar todo mi cuerpo, y aunque no lloraba esta vez, el dolor era casi insoportable. Mis lágrimas se habían agotado durante la cuchara y la paleta; ahora solo quedaba la resistencia, la respiración entrecortada y la tensión en cada músculo.

Llegados a los 80 azotes, sabía que las últimas 20 iban a ser seguidas. Rebe me advirtió que si me retorcía demasiado, podrían añadirse 10 más. “Ok… respiro, aguanto… soy una campeona, puedo con esto”, me repetía mentalmente mientras recibía cada golpe.

Y así lo hice. Las últimas 20 las recibí con todo el valor que podía reunir, retorciéndome un poco, sí, pero manteniendo la posición y enfrentando cada impacto como toda una campeona. El ardor era intenso, el sonido del cinturón resonaba en mi mente, y yo seguía allí, concentrada en aguantar, respirar y sobrevivir.

Al final, cuando Kevin dejó el cinturón a un lado y Rebe suspiró satisfecha, sentí un extraño orgullo mezclado con alivio. Había sobrevivido al infierno de los 100 azotes, y aunque mi culo ardía como nunca, sabía que, de alguna forma, había superado la prueba.

Finalmente, después de todo el castigo, Rebe me dio un pequeño regaño final.

—De ahora en más debes esforzarte y estudiar —me dijo—. Estás castigada: no podrás jugar videojuegos durante lo que queda de la semana, ni mientras duren los exámenes y demás trabajos pendientes. Tu tiempo ahora será solo para estudiar, estudiar y estudiar.

Escuché sus palabras y sentí cómo el peso del castigo se trasladaba a mi mente. “Bueno… eso significa que no hay escapatoria. Nada de juegos, nada de distracciones… solo libros y apuntes”, pensé. Mi tiempo libre quedaba reducido a mis clases particulares y, eventualmente, al fin de semana, cuando podría escribir la historia del lunes, como un pequeño respiro para mí misma. Además, sabía que mis historias eran una especie de diversión para el grupo de chicas Spanking; “si yo me distraigo demasiado, ellas tampoco podrían tener un poco de diversión… todo tiene sentido”, reflexioné mientras aceptaba la lógica de Rebe.

Luego del regaño, todavía con mis nalgas al aire, Rebe me permitió sobarlas un rato, acariciándolas suavemente para aliviar el ardor. Aunque no estábamos juntas físicamente, sus palabras amables y el cuidado de Kevin, que me abrazaba y me acariciaba con ternura a través de la videollamada, hicieron que me sintiera mejor. Me pusieron crema cuidadosamente y, finalmente, mi castigo terminó.

La caminata de regreso a casa fue un pequeño suplicio. El sol tocaba mis nalgas, aumentando el calor y recordándome cada golpe, cada retorcijón, cada lágrima. “Ay… no puedo creer que esto aún lo sienta… pero también, me siento extrañamente satisfecha”, pensé mientras avanzaba paso a paso. Al llegar, me senté y, al principio, no dolía demasiado. Sin embargo, cada vez que me levantaba, el recuerdo del castigo se hacía presente, con un dolor suave pero insistente. Por la noche, al mirarme, vi algunos pequeños moretones. No dolían mucho, pero estaban allí, silenciosos recordatorios de lo que había pasado. “Mañana recordaré cada golpe cuando me siente…”

El mensaje de Rebe quedó clavado en mi mente, y fue entonces cuando empecé a estudiar de verdad, con concentración y disciplina. El sábado me senté a trabajar en los orales y presentaciones que tenía pendientes y no me levanté hasta terminar todo. La sensación que me acompañaba no era de obligación impuesta por otros, sino de responsabilidad propia. “Debo terminar esto… es mi deber, lo quiero hacer bien”. Sentí orgullo, satisfacción y, aunque dolorida, entendí que el castigo había cumplido su efecto: me había enseñado disciplina, concentración y responsabilidad… o al menos por unos días.

Y, como detalle final que no podía dejar de mencionar, al día siguiente me dolían todos los músculos alrededor de las clavículas y los hombros de tanto retorcerme. Les conté a Kevin y él, entre risas y quejidos, me dijo que también le dolía mucho por tener que aguantarme y hacer fuerza para que no me moviera demasiado. Lo cual sí dejó marcas en ambos: más a mí, porque además de esos dolores musculares, tenía las típicas marcas de los golpes en mis nalgas, pero sí… Kevin también sufrió un poquito. Jajaja, un pequeño efecto colateral que dejó la experiencia registrada en nuestros cuerpos y en nuestra memoria.


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